No se trata de un montón de pedruscos más, sino de la ciudad más antigua que se conserva en el mundo: un núcleo de entre 5.000 y 10.000 habitantes que empezó a edificarse durante el Neolítico, hacia el año 7.500 a. C.
Puede que veáis su nombre escrito de muy diversas maneras, junto o separado, con o sin diéresis: Çatalhoyuk, Çatal Höyük, Çatal Huyuk… No os despistéis, todos estos topónimos se refieren exactamente al mismo sitio, sólo varía el dialecto empleado. “Çatal” significa tenedor; ¨höyük”, montículo o túmulo. Una colina con forma de tenedor: esa es la forma que tenía el lugar cuando los arqueólogos empezaron a excavar en la década de los sesenta.
La razón es muy sencilla: la ciudad de Çatalhöyük crecía descontroladamente hacia arriba. Cuando una vivienda se derrumbaba, sus dueños no se molestaban en retirar los cascotes: simplemente edificaban encima. Con el paso de los siglos, la urbe se hizo más y más alta. En realidad su urbanismo era tan caótico que algunos estudiosos se resisten a llamarla ciudad, a pesar de que su tamaño resulta descomunal para la época.
Hablamos de un tiempo en que la agricultura y la ganadería acababan de nacer, y las antiguas tribus nómadas se asentaban en aldeas que apenas sumaban unas pocas decenas de habitantes, centenares como mucho. Hace la friolera de 9.000 años, una población con más de 5.000 habitantes era el Tokio, la Nueva York o el Sao Paulo de la Edad de Piedra.
Las casas, de adobe, eran pequeñas, casi idénticas entre sí. Muchas se han conservado bien gracias a un incendio que devastó la ciudad en la Edad del Bronce: debió de ser una tragedia para los çatalhoyukeños, pero coció el barro de las paredes, que se ha mantenido intacto hasta hoy.
Dos de ellas se han reconstruido con la máxima fidelidad, como podéis ver en la foto. Eran sencillas pero bonitas, a menudo sus paredes estaban decoradas con escenas de caza o rituales. Al parecer no había clases sociales o, si las hubo, éstas no se reflejaban en el tamaño de la vivienda: no hay rastro de mansiones, templos ni edificios públicos de ninguna clase.
De hecho ni siquiera había calles: los lugareños se desplazaban caminando por encima de los tejados de paja, y accedían al interior de las viviendas a través de un orificio que también se utilizaba como chimenea. Tampoco existía cementerio: cada familia enterraba a sus muertos bajo el suelo de su propia casa. Hombres y mujeres comían lo mismo y desempeñaban las mismas tareas, desde cazar hasta cultivar la tierra.
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