Pese a un leve e irremediable retraso de algo así como treinta y tres días, al fin llegamos a Marruecos. La idea original de pisar suelo africano a principios de enero para pasar un invierno muy frio en tierras saharianas y aledaños se vio primera y ligeramente amenazada cuando, un mes atrás, Barcelona osó posicionarse bajo mis pies. Luego, con el caminar de los días, el magnetismo generado por la oferta multisectorial de la ciudad (cultura, gastronomía, arquitectura, callejeo, amistades) terminó de confirmar lo tan horripilantemente temido: la biciestés de este febrero marroquí no hace ni por asomo que su clima sea tropical y agradable, sino más bien todo lo contrario: sólo nos da la oportunidad de gozar de un día extra de crudo invierno a la hora de deambular ciudades, pueblos, playas, montañas, desiertos, rutas y caminos moros (sí, pensamos recorrer todo el país) Yo te dije que teníamos que venir en enero”. Sin embargo, papá Noel cumplió (con creces) y con muy buen tino optó por agasajarme con lo que le pedí en mi cartita justamente para el afrontar el frío polar marroquí: calzoncillos largos (y con creces porque son rayados).
Así es como desembarco hoy en un mundo distinto que no conocía, y al que hacía mucho quería volver. Viajar por el orden y distanciamiento humano que impone una Europa fría después de haberme enamorado de Asia, su impredecible espontaneidad y maremoto de estímulos que ametrallan los sentidos constantemente es como lamer un carozo rugoso después de comerte el salmón rosado con salsa de ostras del pacífico que venía al lado de la aceituna que decoraba la presentación del plato.
Pero Marruecos y lo poco que vi de ello parece no faltar a mis expectativas. Ya desde el “¿van solos? ¡Tengan cuidado!” esto empieza a oler a un poco más interesante y divertido que el viejo mundo. La primera en endulzar mis oídos, obviamente, fue mi vieja (a quien se lo entiendo, no sólo por ser mamá, sino también por ser la mejor de todas y la que mejores “milanesunas con fideos hace”). Luego (y durante, porque mi vieja nunca deja de recordármelo) averiguando por los precios del ferry dimos en caer con una cuarentona que nos repetiría la preciada frase. Ya en suelo firme otra vez y del otro lado del Mediterráneo, fueron dos españoles algo entrados en edad, los que nos previnieron por última vez sobre los peligros de adentrarnos solos ¡y sin guía de viaje! en las tinieblas de la medina (ciudad antigua) de Tanger.
Advertencias de la misma calaña escuché antes de viajar a Asia. ¿Acaso pensarán algunos que ir a un país con una cultura muy distinta a la de occidente y en donde la gente practica otras religiones tiene que ser por axioma inseguro? ¿Mirarán-nos de reojo los susodichos imaginando que éste es un acto de locura desenfrenada propio de quien gusta de abrir súbitamente su sobretodos para enseñar en público sus (de seguro poco emprolijadas) partes más íntimas? ¿Y por qué cuando salgo de mi casa a comprar palta para la ensalada “César” con palta y camino una cuadra de más porque el chino de la esquina suele tenerla, aunque suene mal, “un poco blandengue y pasadita”, nadie me advierte sobre los peligros de cruzarme a un pibe chorro que me cague a tiros para sacarme las ojotas y medias de lana que hacen las veces de Nike Air Turbo Q7
Lo cierto es que nada de todo esto sucede en Tanger. Marruecos es un país musulmán en donde el robo está penado con condenas severas (y más si es a turistas) y en donde lo que reina es la hospitalidad.
Apenas bajamos del barco y tal vez atraídos por el dulce néctar de nuestros Dirham recién cambiados, dos guías vinieron a ofrecernos sus servicios. Al igual que en Asia, sus ofertones se trataban de lo mejor que nos podía pasar. ¿Quién si no ellos podía guiarnos mejor que nadie, y a cambio de tan sólo €10 (¡que acá es un dineral!), a lo largo de los 300 metros en línea recta que nos separaban de la medina? Ante mi “Non, merci”, de impoluto acento parisino, y no sé cómo ni por qué, uno de ellos se dio cuenta de que éramos argentinos y acto seguido comenzó a hablarnos de ¡la 9 de julio! Obviamente se merecía que camináramos los 300 metros con él: por asegurarnos que al ser “amigos argentinos” no nos cobraría y, sobre todo, por el paraguas rayado que a modo de bastón llevaba.
Escaleras arriba, a paso lento (a pedido del My Friend aparaguado y algo anciano que nos guiaba), perseguidos por el otro My Friend “guía” que bastante irritado recriminaba al nuestro que él nos había visto primero (debate típico de estos pagos), en dirección a la tenebrosa ciudad antigua de Tanger y rechazando hospedarnos en hoteles dos estrellas en pos de encontrar una de las “pensiones baratas, sucias y llenas de drogadictos” de Є5 la noche, encaramos, “con mucho cuidado” (?), nuestra primera aventura africana, que se corta así, en el medio y de la nada, y como el título bien lo indica, como un canapé que te deja con hambre, para dejarte con el bichito picando y con ganas de leer su segunda parte, prontamente, en el próximo post.
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